Yo vivo en un país donde la mayoría se sobrepone a los "no hay" e inventa soluciones y sobrevive aún cuando las cosas se ponen difíciles. Y las personas de mi país no renuncian a sus ideas, ni a la alegría, ni a la solidaridad. No es el mejor país del mundo, pero es MI ISLA.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Un gigante viejo con flores en el alma

Ahora tengo 24 años y todavía recuerdo el día en que  llegué por primera vez a la escuela. Era un edificio de 1868 y ya estábamos en 1993, en medio de un período especial, especialmente amargo para todo el pueblo de Cuba. Se había derrumbado la Unión de Repúblicas Socialistas Soviétcas y como esta isla dependía en gran medida del comercio con las naciones del bloque esteuropeo, pues se quedaron los mercados vacíos, los campos eran pura caña de azúcar y nada de viandas, granos, hortalizas, frutas... se quedaron paradas las obras constructivas y todavía muchas están así.
Y mi escuela no era menos: sus desvencijadas ventanas, su tanque en el patio que era la única fuente de agua potable y se hallaba sometida a un sol intenso, sus cuartos de baño tan precarios, el almuerzo mal elaborado y poco en el comedor... mi escuela no era menos. Entonces no sabía nada de bloqueo, no comprendía de las consecuencias nefastas de tener una economía monoproductora y del delito que era en este mundo capitalista atreverse a ser libres, a pensar con independencia, tan cerca del hegemón planetario.
Solo sabía que em gustaba estar allí, en mi aulita No.4 de primer grado, con la seño Kenia al frente, que entonces era una joven inexperta, a quien debo la capacidad de escribir estas ideas, pues fue ella quien me adentró en el mundo de los números y las letras. De sus manos obtuve las llaves que tantas puertas me ha puesto delante la vida.
Había muchas carencias es cierto, pero ahí estaba Kenia, estaba Loida que era la auxiliar pedagógica, estaba el profesor de Educación Física y las cocineras, las "seños" de limpieza, todos dejaron algo en mí, todos son ahora figuras en mis recuerdos.
El centro se llama Luis Armando Morales y entonces tenía 1000 niños, era un gigante viejo con flores en el alma. Allí conocí a Cecilia, una mulata bajita y regordeta, una mujer de carácter severo que como nadie combinaba la ternura con la rectitud... mi profe de siempre, aquella Cecilia enamorada de la literatura, que me enseñó a escribir composiciones, que me alentaba a concursar en certámenes nacionales de Español, de Ortografía y Gramática...
Algunas veces me llevaba a su casa en las tardes y en una terraza llena de helechos me mostraba libros, me hablaba de historia, de cuando fue alfabetizadora con 13 años, me contaba su pasión por el magisterio, por Fidel, por José Martí. En aquellas tertulias, en las que a veces participaban sus hijos, aprendí tanto de la vida. Aún puedo escuchar su voz clara y firme, ver sus gestos, sus ojos... Fue mi maestra preferida y lo sigue siendo.
Por Cecilia, Mireya, Juana, Kenia, María, Martha, Margarita y tantas otras, he logrado entender después de muchos años que a pesar de la pobreza que hubo en esa escuela, sus maestros y maestras eran la causa de que continuara abriendo sus puertas. Aquella gente abnegada era la causa de mi amor infinito por
el viejo edificio que fue casa de beneficiencia en el siglo XIX, y que sigue acogiendo a los niños, ya no desamparados, ya no desposeídos, ya no desnutridos y enfermos y discriminados. Ahora son otros los tiempos, desde hace 53 años, mi escuela abre sus puertas a pequeños que como yo lo hice, forjarán desde sus aulas el futuro de Cuba.

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